lunes, 3 de septiembre de 2012

Catalina la Grande, una Emperatriz ilustrada. Primera parte, la llegada a Rusia

La joven princesa Sofía, futura Catalina la Grande
La historia de Rusia está repleta de grandes e ilustres gobernantes, así como de sanguinarios y asesinos dirigentes, pero sin duda, existe uno de ellos que determinó la historia del país consiguiendo que éste dejara su persistente atraso como consecuencia de tener como base social el sistema de servidumbre tan característico de la Europa del Este del pasado y que llevaba a sus ciudadanos, especialmente los campesinos, a vivir en condiciones infrahumanas y sin acceso a la alfabetización. En esa historia de gobernantes, una mujer sobresalió por encima del resto cambiando para siempre el sino de Rusia. Me refiero a Catalina la Grande de Rusia.
Sin lugar a dudas, se trata de la gobernante más célebre que la Santa Madre Rusia haya conocido. Audaz en la guerra y apasionada en el amor, Catalina II,nacida en un rincón de provincias gobernó el mayor imperio existente en su tiempo, Rusia.

La futura Catalina la Grande era una joven princesa procedente de Pomerania, Alemania, y se llamaba Sofía. Su madre recibió entorno al año 1744 una carta enviada desde la corte rusa en la que se le pedía que trajera a su hija para casarla con el futuro emperador. Según confesó en sus memorias, ella misma leyó que en la carta decía, "con la princesa, vuestra hija mayor". Así que dio comienzo un largo viaje que llevó a la futura Catalina la Grande desde Zerbst, la ciudad en la que residía, hasta San Petersburgo, nueva capital del imperio desde que otro grande, Pedro, trasladara allá su corte. El viaje duró tres semanas y la joven Sofía sabía perfectamente que el destino le brindaba una oportunidad única al poder convertirse en la futura emperatriz de Rusia, un vasto imperio que se extendía en aquella época desde el mar Báltico hasta el océano  Pacífico. El imperio ruso tenía dieciocho millones de habitantes, la mayoría campesinos que soportaban unas condiciones de vida muy duras. Ya en el mismo viaje por los campos nevados de Rusia, la joven Sofía pudo apreciar el extraordinario retraso en el que vivía la población. Esta fue una de las grandes preocupaciones en la época en la que gobernó el imperio y no escatimó esfuerzos para conseguir erradicar la extrema pobreza de la población rusa.

El campesino ruso era el que ocupaba el lugar más bajo en las escala social europea de aquel tiempo, básicamente, porque estaba sujeto a un estatus de servidumbre, es decir, que no tenía estatus jurídico. Podríamos decir que eran casi esclavos, un sistema en el que el Señor, al igual que el Amo en el Imperio Romano, tenía poder absoluto sobre el siervo a excepción de decidir sobre su muerte.


La emperatriz Elibateth I de Rusia, hija de Pedro el grande. Llegó al poder tras un golpe de estado que llevó al destierro al joven Iván VI. Portrait de Carle Vanloo



Los Zares rusos gozaban de un poder absoluto ilimitado y una riqueza grandiosa. La capital, San Pertersburgo, estaba repleta de fabulosos palacios que hoy en día se pueden ver situados a orillas del Neva, el río que atraviesa la ciudad. La zarina era Elisabeth, hija de Pedro el Grande, quien había conseguido el poder gracias a un golpe de estado en el que su víctima fue Iván VI, a quien recluyó en una prisión secreta custodiado permanentemente por una guardia imperial que tenía la orden de matarlo si alguien intentaba rescatarlo. La vida del joven fue terrible, incomunicado y encerrado durante toda su vida hasta la llegada de su trágica muerte.

Elisabeth era una mujer poderosa, muy bella, una mujer extraordinaria. Una auténtica ninfómana que utilizaba a los hombres como quería y una maestra del arte político de la conspiración. Tenía la colección de vestidos más grande de Europa, así como una colección de diamantes excepcional. Jamás se mostraba compasiva y podía ser brutal, por ejemplo, si una mujer la contrariaba ordenaba que le cortaran la lengua. Esa brutalidad era habitual en la forma de hacer política de la emperatriz, tal vez por ello, decidió desterrar al joven Iván VI siendo sólo un niño.

Este era el contexto en el que la joven princesa Sofía llegaba a la corte rusa. Sin duda, debió experimentar un miedo aterrador, al menos, debería imponer esa mujer que la había hecho venir para emparentarse con su familia. Sin embargo, cabe decir que la carta no ofrecía ninguna garantía y si a la emperatriz no le gustaba volvería a Alemania, cosa que no estaba dispuesta a dejar que sucediera.



                          

Desde el punto de vista de los zares, Alemania era una especie de agencia matrimonial y, aunque Sofía era una princesa de segundo rango, sin dinero ni era poderosa, la Emperatriz Elisabeth sabía que necesitaba dejar zanjada la cuestión de la sucesión al trono y buscaba una mujer para que se casara con su sobrino Pedro, el futuro Pedro III para que le diera hijos. Sofía se mostró desde el primer momento como una buena candidata, hablaba perfectamente francés como la mayor parte de la aristocracia europea de su tiempo, además, era la lengua oficial en la corte rusa. A la zarina le gustó. Pronto le presentó a su sobrino y futuro marido Pedro, un pobre y enfermizo pusilánime que no gustó físicamente a la joven princesa. La realidad es que eran dos adolescentes que se divertían juntos jugando a esconderse y a los soldaditos, así que no todo estaba perdido.

El joven sobrino de la emperatriz era el Gran Duque de Holstein, un principado alemán, por lo que era luterano, pero lo que Sofía descubrió rápidamente es que el duque estaba completamente comprometido con la causa. Pedro mostraba abiertamente a Sofía su gusto por todo lo que fuera alemán y su poco aprecio por el país en el que residía. Se había quedado huérfano de niño, vivía enamorado e idolatrando a su gran héroe, Federico el Grande, rey de Prusia, uno de los estados alemanes más grandes. Era muy infantil y lo cierto es que nunca llegó a madurar. Su actitud propensa hacia lo alemán podía representar una amenaza para ambos y la joven princesa estaba dispuesta a gestionarlo de la mejor manera posible.



                         


Un buen día, según las memorias de Catalina la Grande, Pedro le confesó que se había enamorado de una dama de compañía que expulsaron después de la corte. Pedro insistía en que quiso casarse, pero que debía seguir contra su voluntad las órdenes de su tía, la zarina, y casarse con ella. Esa imprudencia no gustó nada a Sofía y se dio cuenta inmediatamente de la falta de sensatez que tenía su futuro esposo. Ella se dio cuenta que si quería conseguir casarse con Pedro, no era a él a quien debía gustar, sino a la emperatriz, su tía, así que se esforzó mucho por agradarla. En aquella éspoca, Sofía veía a la emperatriz Elisabeth como una diosa, tan perfecta y amable con ella; empezó a estudiar ruso. Pero para convencer a la zarina este gesto no era suficiente y tuvo que hacer algo más. La religión en Rusia era y sigue siendo el cristianismo ortodoxo y ella tenía que convertirse. Poco antes ya lo había hecho Pedro quien había sido criado en el luteranismo. Este momento fue fundamental para convencer a la zarina, según le dijeron, pronunció tan bien la profesión de fe, que en palabras de Catalina en las memorias, "observé como algunos feligreses lloraban, entre ellos la misma emperatriz. Quería ser rusa y adopté sus costumbres por completo". Entre las cosas que cambió fue la adopción de su nombre ruso, Catalina. Ya era la prometida oficial del heredero al trono de Rusia.

La vida en la corte y la boda en la próxima entrega.









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