martes, 14 de agosto de 2012

La Barcelona de Dickens

Mujeres trabajando en una fábrica sin luz ni ventilación.
 Cortesía de  quijotediscipulo.wordpress.com
Muchos de vosotros tendréis en la memoria aquellas novelas del gran escritor británico Charles Dickens en las que narraba con gran exactitud el sucio Londres de mediados del siglo XIX. Una ciudad industrial e  insalubre en la que los abusos sobre la población trabajadora, especialmente la infantil y las mujeres, estaba a la orden del día. La Barcelona del XIX no escapó de ese fenómeno y se puede asegurar que lo que en la bella ciudad del Mediterráneo pasó por aquella época podría ser denominado como la Barcelona dickensiana.
A mediados del siglo XIX, más de la tercera parte de la población barcelonesa eran obreros, de los cuales casi la mitad trabajaban en el sector textil. Dentro de este grupo social, las mujeres representaban el 40% y sus labores normalmente estaban relacionadas con los tejidos, aunque también, acostumbraban a desempeñar labores domésticas o, en ocasiones, trabajaban dando el pecho a los recién nacidos de las familias más pudientes. Se las conocía como las didas.


Niños trabajando en una fábrica. Debían trabajar en condiciones inhumanas de 12 a 16 horas al día y soportar un trato brutal por parte de los adultos. Cortesía de viajarsinprisa.net

Al igual que en las novelas de Dickens, la situación laboral era precaria, los trabajadores no gozaban de derechos y sus jornadas de trabajo extenuante duraban más de doce horas al día. Ninguna ley los protegía y los industriales se aprovechaban de ello. Además, en muchas ocasiones, estas jornadas se alargaban al antojo de los empresarios, si lo consideraban necesario. Los salarios eran ridículos y no era suficiente para mantener a una familia. Tampoco tenían vacaciones y era habitual que la jornada de trabajo se alargara dieciséis horas para después volver a casa a descansar por unas pocas horas, pero teniendo que caminar durante un buen rato.

Pero estas no eran únicamente las dificultades por las que bregaban cada día los trabajadores, lo normal era que las condiciones del puesto de trabajo fueran insalubres, lugares oscuros escondidos en sótanos malolientes y húmedos ,locales estrechos en los que faltaba aire y luz. Los accidentes laborales eran habituales y cuando un operario sufría un accidente corría el riesgo de tener que mendigar por las calles, porque ya no era útil para la fábrica como consecuencia de las lesiones producidas tras el accidente. Los empresarios no se hacían responsables y estos desafortunados no tenían otra que ir a las calles de la ciudad a recibir la caridad de unos pocos. Sin embargo, éstos no eran los únicos que necesitaban mendigar por las calles. Como los salarios eran tan bajos y las familias no llegaban ni siquiera para cubrir las necesidades vitales, muchos salían también a las calles a mendigar para conseguir un ingreso extra que les permitiera hacerlo.





La consecuencia fue que los niños y las mujeres empezaron a trabajar en las fábricas teniendo las mismas responsabilidades que los hombres, aunque por debajo de ellos desde un punto de vista jerárquico. El abuso era constante, además, las mujeres estaban sometidas a una doble injusticia: por un lado, estaban obligadas a realizar tareas muy duras y muy mal pagadas, peor que a los hombres; por otro, sus propios compañeros de trabajo las despreciaban, considerándolas competidoras y usurpadoras de un trabajo que les impedía progresar para alcanzar mayores ingresos.

Los niños también sufrieron mucho. Lo normal entre esta clase social era que a muy corta edad, entre los siete u ocho años, ya estuvieran trabajando bajo el mando de algún adulto que les obligaba a realizar todo aquello que era lo más duro y con un trato brutal. Los trataban a patadas.

Tanto en el caso de las mujeres como de los niños, los sueldos eran inferiores al de los hombres. Alrededor de 1855, las autoridades intentaron regular esta situación al apreciar el trato inhumano que se dispensaba a los más débiles. Este intento propuso que las jornadas laborales fueran más cortas, pero los empresarios no hicieron caso de la norma.

Así que en la Barcelona del XIX la lucha por la supervivencia era feroz. Aquellos trabajadores que estaban especializados conseguían progresar o sobrevivir, pero este no era el caso de los jornaleros. Siempre iban de un lado para otro según donde hubiera trabajo mal pagado. En muchas ocasiones se les obligaba a comprar las herramientas necesarias para hacer el trabajo a cuenta del sueldo, por lo que muchas veces trabajaban sin cobrar.

Los débiles de Dickens tenían que enfrentarse a más dificultades. Sus hogares y la alimentación eran un problema también.Sus casas eran pequeñas y sufrían de superpoblación, carecían de higiene y de ventilación. Normalmente, no tenían recursos para lavar la ropa y era habitual ver a las mujeres ver como lo hacían en un charco en la calle. La alimentación dejaba mucho que desear, era a base de pan y vino, poca verdura y poca proteína. En ocasiones, comían algo de bacalao o tocino.

Ocuparon los barrios de Sant Pere y del Raval, rodeados de fábricas y de aire contaminado, por lo que las epidemias se hicieron las dueñas de aquellos lugares. Algunas fueron tan graves como el cólera, tifus, tuberculosis y la gripe, que llegaron a causar más de veinte mil muertes en aquellos tiempos, situando la esperanza de vida en los cuarenta años.

Una novela que describe a la perfección la atmósfera de abuso de la Barcelona del XIX y principios del XX es la maravillosa obra de Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios.





La tensa relación entre las dos clases sociales que surgieron tras la industrialización, burguesía y proletariado, llevaron a la aparición del movimiento obrero y a la asociación de éstos vía sindicatos. Las ideas de Marx y Bakunin tuvieron eco en la Barcelona del XIX, aunque fue a principios del siglo XX cuando el proletariado español pasó a la iniciativa.

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